Las prácticas poco éticas detrás del fast fashion:
- Muro Llano
- 15 sept 2021
- 17 Min. de lectura
por qué el cambio está en manos de los consumidores

Adriana Romero Sánchez Ferrer, estudiante de VI Ciclo de Derecho de la Universidad de Piura
Cuando pensamos en el medio ambiente solemos pensar en la industria petrolera, en la energía y en el combustible, en la minería, incluso en los incendios forestales y en la ganadería. Pocas veces se nos viene a la mente que las camisetas con la etiqueta de “hecho en China” y con un 70% de descuento contaminan más que las que he mencionado. ¡Y lo entiendo perfectamente! ¡Si suficiente es la culpa de haber gastado ese dinero que dijimos que íbamos a ahorrar! Sin embargo, lo que se oculta detrás del estante de ofertas es un tema mucho más grave, y muchas veces irreversible, que necesita de nuestro papel como consumidor para hacerle un pare.
Se trata de lo que conocemos como fast fashion, o moda rápida en español, un tema que ha conseguido más cobertura en los medios recientemente, pero en el cual nos falta mucho camino por recorrer. Pero primero, ¿qué es el fast fashion?
El término se usó por primera vez a principios de los 1990, cuando el New York Times lo usó para describir la producción de Zara, que en solo 15 días conseguía que una prenda pase de la etapa de diseño a ser vendida en tiendas. Hoy en día la marca de e-commerce Shein, logra hacer el mismo proceso en 7 días. No obstante, a lo que se refiere principalmente es a los grandes volúmenes de ropa que se introducen al mercado, siguiendo “tendencias” de lapsos muy breves, lo que hace que se introduzcan toneladas de ropa constantemente, a precios muy bajos que se consiguen mediante métodos que podríamos llamar poco éticos.
Y es que no es ninguna sorpresa la existencia de este fenómeno si tenemos en cuenta la importancia y el nivel lucrativo que ha conseguido el mundo de la moda desde inicios de este siglo, convirtiéndose en una de las industrias con más alcance internacional y con mayor crecimiento. Actualmente, las prendas de vestir y los textiles representan un 5% del comercio mundial de los productos de manufactura, siendo la cuarta industria más representativa. O en cifras más impactantes, pero igual de reales, en 2020 se esperaba –con todo y pandemia– que esta industria ganase alrededor de 664 mil 470 millones de dólares a nivel mundial según la ONG Greenpeace.
Sin embargo, aunque a primera vista este fenómeno resulta problemático –y en definitiva lo es– también resulta difuso por la gran cantidad de factores que engloba, por lo que veremos paso a paso cómo funciona el fast fashion y por qué el rol de los consumidores es fundamental para hacer un cambio.
Se sabe que, para aumentar la ganancia sin la necesidad de incrementar ventas, lo que se hace es reducir los costos al mínimo, y esto se logra gracias a dos elementos: de qué se hace la ropa y quiénes la hacen.
Respecto al primero, resulta evidente el empleo de materiales de baja calidad haciendo la ropa casi desechable. Es decir, se trata de productos de escasa durabilidad, lo que podemos notar por nosotros mismos al ver que nuestras prendas pierden el color, se quedan sin forma y se desgastan más rápido.
Empero, este no es el único problema respecto a los materiales empleados. Los dos productos más utilizados en las prendas son el poliéster y el algodón, siendo el primero un tipo de resina plástica. Esto llega al punto de que el 65% de la ropa está basada en polímeros, lo que se traduce en los 700 millones de barriles de petróleo que se utilizan para hacer fibras de este material, cuya producción se ha duplicado desde el año 2000. Claro que el empleo de este material no solo recae en su versatilidad, que se utiliza para hacer chaquetas impermeables o delicados pañuelos, sino que también en su comodidad pues es ligero, fácil de limpiar y barato.
No cabe duda de que el problema con el uso de estos materiales –y la producción masiva de ropa en general– es el impacto que tienen en el medio ambiente. El proceso de convertir fibras plásticas en textiles es un proceso intensivo en energía que requiere grandes cantidades de petróleo y libera partículas volátiles y ácidos como el cloruro de hidrógeno. Asimismo, las fibras sintéticas hechas a base de plástico como el poliéster, el nylon y el acrílico tardan cientos de años en biodegradarse. Esto resulta especialmente alarmante si se tiene en cuenta que en cada lavada se sueltan muchos microplásticos provenientes de estas telas al océano, lo que forma una cantidad aproximada de 500 mil toneladas al año.
"Un informe de 2017de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN) estimó que el 35% de todos los microplásticos -pequeños pedazos de plástico no biodegradable- en el océano provienen del lavado de textiles sintéticos como el poliéster".
Y aunque al tratarse de un material sintético, existe la posibilidad de reciclarlo, y ello puede ayudar a reducir las emisiones de carbono, debemos tener en cuenta que no se trata de una solución a largo plazo. Ello sin tomar en cuenta que esta es una práctica realizada por muy pocos negocios, y casi siempre en pequeña escala.
Por otro lado, el empleo de otros materiales naturales no es una garantía de sostenibilidad. Así, la producción de cuero requiere grandes cantidades tierra, agua y combustibles fósiles para criar ganado, mientras que el proceso de curtido es uno de los más tóxicos en toda la cadena de suministro de moda, debido a que los productos químicos utilizados para curtir el cuero, incluidas las sales minerales, el formaldehído, los derivados del alquitrán de hulla y varios aceites y tintes, no son biodegradables y contaminan las fuentes de agua.
Mientras que en lo referente al algodón, si bien este es una buena alternativa a los tejidos derivados del petróleo, pues la huella de carbono se reduce a la mitad y es biodegradable, su producción tiene un impacto muy elevado, ya que las plantaciones de algodón necesitan cantidades ingentes de agua. Si lo vemos en cifras, se necesitan 700 galones de agua (4.5L cada galón aproximadamente) para producir una camisa de algodón y 2 000 galones de agua para producir un par de pantalones vaqueros. Otro aspecto con un gran impacto medioambiental recae en el cultivo de este material, pues procede de monocultivos, cultivos de grandes dimensiones en los que se cultiva una sola especie. Este método provoca una gran pérdida de biodiversidad con el uso de pesticidas, no respeta la rotación de los suelos, los empobrece y es un riesgo para la salud de los agricultores debido a los químicos; pero, por supuesto, es el más barato. Y a pesar de que algunos sectores proponen el uso de algodón orgánico como una alternativa más ecológica –realiza técnicas de rotación de la tierra y no requiere de pesticidas–, la verdad es que, si bien puede ser mejor para los trabajadores agrícolas, la presión sobre el agua permanece.
"La industria produce de 8% a 10% de las emisiones globales de carbono, más que todo el transporte marítimo y los vuelos internacionales combinados. Parte de estas emisiones provienen del bombeo de agua para regar cultivos como el algodón, los pesticidas a base de aceite, la maquinaria para la cosecha y las emisiones del transporte. La industria hace uso de 24% de los insecticidas y 11% de los pesticidas".
Todo esto sin contar el uso de químicos para el teñido o las emisiones de carbono del transporte, aspectos que también resultan importantes si hablamos del gigantesco papel contaminador de esta industria. Así, según el informe Measuring Fashion de Quantis International en el 2018, encontró que los tres principales impulsores de los impactos de la contaminación global de la industria son el teñido y el acabado (36%), la preparación de hilados (28%) y la producción de fibra (15%). El informe también estableció que la producción de fibra tiene el mayor impacto en la extracción de agua y la calidad del ecosistema, debido al cultivo de algodón, mientras que las etapas de teñido y acabado, preparación de hilados y producción de fibra tienen los mayores impactos en el agotamiento de recursos, debido a los procesos de uso intensivo de energía basados en combustibles fósiles.
Ahora, si bien en medio de una crisis climática y en general, tantas consecuencias contra el medio ambiente son condenables, lo cierto es que el nivel de trascendencia recae meramente en la cantidad de ropa producida. Según el documental lanzado en 2015, The True Cost, el mundo consume alrededor de 80 mil millones de prendas de vestir nuevas cada año, un 400% más que el consumo de hace veinte años. Y según un reporte de la Fundación Ellen MacArthur, la producción de ropa se duplicó: alrededor de 50 mil millones de prendas fueron fabricadas en el 2000, pero en el 2015 se produjeron más de 100 mil millones.
Por lo cual, no es ninguna sorpresa enterarnos que la industria de la moda es la segunda industria de consumo más grande de agua, y que tan solo la producción de ropa representa el 10% de las emisiones de CO2 a nivel global, el equivalente a lo que libera la Unión Europea por sí sola.
"Según la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, se proyecta que las emisiones de la fabricación textil por sí sola se disparen en un 60% para 2030".
De este modo, nos encontramos con consecuencias concretas y reales, tal como el caso de África, donde según un informe de la Water Witness International (WWI), las marcas europeas y estadounidenses han causado graves problemas con los ríos que cruzan varios países (Etiopía, Lesoto, Madagascar, Mauricio y Tanzania), dejando el agua tan alcalina como la lejía. Siendo los vertidos de desechos y aguas residuales sin tratar (entre los que están las lejías, metales tóxicos y tintes) a los ríos que supone un alto riesgo para la salud humana y para el medioambiente. Así, la manufactura textil ha contaminado el agua que necesitan miles de personas vulnerables para el uso doméstico y la producción de alimentos.
Ahora bien, como se mencionó en un inicio, el otro factor para mantener un precio bajo consiste en la interrogante sobre quién hace la ropa. Así, nos enfrentamos al mayor problema social que esconde el fast fashion: la mano de obra barata, o siendo realistas, prácticamente esclavizada en condiciones deplorables.
Y si bien ya teníamos alguna noción de este tema cuando el mundo se enteró en 2013 que un edificio de fábrica de ocho pisos que albergaba varias fábricas de prendas de vestir se derrumbó en Bangladesh, matando a 1134 trabajadores e hiriendo a más de 2500; o cuando en el 2012, un incendio mató a 258 personas en una fábrica textil en Pakistán, lo que terminó en un caso judicial en Alemania contra la empresa germánica a la que le pertenecía el centro.
De esta manera, lo mejor para describir esta problemática es mediante un ejemplo: las condiciones laborales de la fábrica de Surat, en la India, recogidas en el documental ‘Machines’, en el que se ve a hombres de diferentes edades e incluso menores de edad trabajando a destajo en el proceso de elaboración de telas de colores que luego acabarán en occidente.
En pleno siglo XXI, miles de hombres abandonan sus familias y se endeudan para viajar en trenes hacinados al punto de viajar de pie para ser contratados en la fábrica textil de Surat. En ella, se ve a les ve rodeados de máquinas y químicos, entre los cuales pasan jornadas de 12 horas diarias sin casi tiempo para comer. Asimismo, las horas pasan sin que los trabajadores cuenten con las condiciones mínimas de higiene, pues a pesar de la toxicidad de los elementos utilizados, no cuentan con guantes ni mascarillas. Ello sin contar el esfuerzo físico constante que implica el acarrear kilos de sacos y telas sobre la espalda sin importar la edad. El premio al final del día por este trabajo inhumano son 210 rupias, o 3.5 dólares por turno
Pero para el trabajador que nos cuenta su testimonio, las condiciones laborales no son de explotación, porque eso implicaría que le han forzado a trabajar, y él ha decidido venir a la fábrica por su propia voluntad. Tiene deudas pendientes y quiere sacar adelante a sus hijos. “No hay más opción” dice, la pobreza los empuja y normaliza el abuso.
Y aun así, este no es el peor escenario posible dentro de la explotación de la industria, pues en otros centros –no solo en India, sino a lo largo del mundo– los horarios de trabajo pueden extenderse a 16 horas sin días de descanso, además de horas extras, ya sean aceptadas por necesidad o bajo amenaza de despido. Aunque en algunos casos, este tiempo adicional ni siquiera está remunerado. Igualmente, las deplorables condiciones involucran edificios sin ventilación y al borde del derrumbe. Además de abusos verbales y físicos, como los insultos o la prohibición de descanso o beber agua si no cumplen su objetivo diario.
"Los trabajadores de la confección, principalmente las mujeres, en Bangladesh ganan alrededor de 96 dólares al mes. La junta salarial del gobierno sugirió que un trabajador de la confección necesita 3,5 veces esa cantidad para vivir una vida decente con instalaciones básicas".
Ante la interrogante: ¿por qué no escapan o luchan para mejorar sus condiciones? Los jornaleros no pueden escapar de un trabajo donde la lucha por mejorar sus condiciones es imposible sin colaboración y unidad. De esa falta de unión y de sindicatos se benefician los empresarios textiles. De hecho, los empleados de la mayoría de estas fábricas no tienen permitido organizarse en sindicatos para defender sus derechos. Las políticas de los gobiernos y las regulaciones específicas en las zonas de exportación donde se establecen las fábricas suelen restringir la creación de sindicatos. Las fábricas llegan a amenazar, a atacar físicamente e incluso a despedir a los miembros sindicales con total impunidad. Por ejemplo, en Bangladesh, solo el 10 % de sus 4500 trabajadores textiles pertenece a un sindicato registrado.
Al igual que con el tema anterior, la situación se agrava si tenemos en cuenta su extensión. Según el documental 'The True Cost', en el mundo hay unos 40 millones de obreros del textil, de los cuales el 85% son mujeres, muchas de ellas menores de edad, ganando dos dólares al día y bajo condiciones de trabajo inhumanas. Las naciones en desarrollo son viables para las industrias de la confección, debido a mano de obra barata, vastas desgravaciones fiscales, y leyes y regulaciones indulgentes. Ahora bien –y aquí recae nuestro papel como consumidor– esta ropa se crea por algo –o por alguien–, pues como todo negocio, este funciona gracias a que hay un comprador. No obstante, desde nuestra perspectiva de a pie tenemos dos corrientes contradictorias que compiten por llevarse nuestra atención: la presión social por un cambio y el consumismo.
Respecto al primero, no podríamos decir que hay un punto de inflexión tras el cual inició, sino que hay varios puntos dentro del sistema que activan y aumentan la presión sobre las marcas para que cambien la situación actual hacia la sostenibilidad, ya no como opción sino como obligación. Al principio, la presión provenía principalmente de activistas y ONG ambientales, pero ahora viene de todas las partes interesadas, consumidores conscientes e incluso algunos gobiernos.
Sin embargo, aunque ello suena alentador, en la práctica el cambio no ha sido mucho, y esto se debe al greenwashing que siguen las empresas. Este fenómeno, también llamado lavado verde o eco blanqueo, hace referencia a las estrategias de comunicación y marketing (que pueden ser tanto declaraciones, logos o incluso líneas completas de ropa) que las empresas utilizan para simular o dar cuenta de ciertas prácticas sustentables que realizan, pero que en el fondo no tienen fundamento. Así, no solo consiguen una imagen limpia y verde gracias a la cual el consumidor va a comprar sin culpa ambiental e incluso va a preferir esta marca frente a otras, sino que también crea la ilusión de que la ropa sostenible es igual de barata –lo que hace que califiquemos a la ropa verdaderamente sostenible como demasiado cara– cuando en realidad las medidas tomadas son casi o completamente inexistentes
"El 40% de todas las compañías de moda no han realizado ninguna acción en materia de sostenibilidad, las producciones de ropa siguen aumentando al igual que el nivel de los residuos" - Global Fashion Agenda, Boston Consulting Group y Sustainable Apparel Coalition 2019
Se usa la idea del poliéster reciclado como solución mágica, pero este enfoque solo se ocupa de las consecuencias del problema de la contaminación por plásticos, y hace muy poco para reducir la crisis de los plásticos en su origen. Sobre todo, si tenemos en cuenta que la cantidad de estos materiales reciclados es muy baja y que menos del 1% del material utilizado para producir ropa se recicla en ropa nueva.
Así, por ejemplo, en 2017-2018 tenemos el caso de la gama sostenible de H&M, bajo su propia etiqueta “CONSCIENTES”, en la cual la empresa ha declarado que puede mantener los precios bajos gracias al gran volumen que producen y que se utiliza un 16% de algodón orgánico –que como vimos en un inicio, si bien es una alternativa mejor, aún trae varias consecuencias para el medioambiente–. Pero, según la Bolsa de Algodón de Bremen, solo el 0,7 por ciento de la cosecha mundial de algodón en esa temporada fue orgánica.
Por otro lado, incluso con una mirada menos analítica y más superficial, nos encontramos con que el 59% de las declaraciones de las empresas de moda europeas en el ámbito de sostenibilidad carecían de fundamento o eran “potencialmente engañosas” para los consumidores. Mientras que la Unión Europea calcula que el 42% realiza afirmaciones exageradas, falsas o engañosas cuando usa conceptos como ‘eco’, ‘conscious’ o ‘friendly.
Entonces, ¿cómo saber si la ropa que compramos es verdaderamente verde? Pues empezando por el precio, simplemente no estará tan bajo como una prenda de fast fashion, pues los materiales son más ecoamigables y de mejor calidad, además de que la mano de obra sería pagada justamente. En segundo lugar, no debemos dejarnos llevar por slogans bonitos y campañas de marketing, lo ideal sería profundizar en el tema e incluso fijarnos si es que la ropa cuenta con certificaciones como la etiqueta Global Organic Textile Standard (GOTS) y la certificación IVN Best, que es otorgada por la Asociación Internacional de la Industria Textil Natural (IVN). Claro que esto implica una mayor inversión de tiempo, dinero y esfuerzo, y aunque podemos afirmar que vale la pena, lo cierto es que esto se encuentra fuera de las posibilidades de la mayoría de nosotros o simplemente es mucho trabajo que requiere un gran nivel de compromiso y fuerza de voluntad, dos factores que hacen muy sencillo olvidarse de este tema y al final del día, no conseguir ningún cambio, sobre todo porque las marcas sostenibles son muy poco comunes (incluso en los negocios minoristas). Lo que nos lleva al tercer punto, y es que las grandes corporaciones no son sostenibles, pero incluso si quisieran serlo, los hábitos de consumo actuales lo harían casi imposible. El verdadero problema es que se está produciendo demasiada ropa.
"Si la tendencia a la alza continúa, para 2050 se triplicaría el consumo de petróleo a 300 millones de toneladas para producir ropa".
Esto nos conduce al tema final del presente artículo, y es el consumismo, algo tan propio de nuestra época, de nuestro sistema económico y de la propia definición del fast fashion. Así pues, los volúmenes de ropa se producen y entran al mercado en función de tendencias –o más bien micro tendencias– y una constante necesidad de innovación, lo que termina en la producción de decenas de artículos de ropa al año.
Para entender mejor este punto, debemos entender que consumir define a esta sociedad del siglo XXI, plagada de publicidad y alta competencia en el mercado de muy diversos productos de todos los sectores, especialmente la moda. A esto se le suma, el hecho de que ahora no solo tenemos los centros comerciales y tiendas físicas, sino que también podemos realizar compras por internet. Debemos comprender que el consumismo es un fenómeno normalizado ligado a ciertos estereotipos sociales como el tener más clase, más estilo, ser más exitoso o más trendy, lo que consumimos pasa a definirnos, a ser parte de nuestra identidad.
Las redes sociales, como Tiktok e Instagram también aportan su grano de arena –o media playa en realidad– a esta problemática del consumismo, prácticamente creando un culto hacia este. Así pues, si antes comprabas una prenda y la lucías con amigos, ahora subes una foto, y nadie quiere ser fotografiado o grabado con la misma ropa dos veces, y como se pueden comprar rápido y barato, eso incentiva a seguir con el patrón. Esto sin contar las cada vez más comunes tendencias y videos en los que se compran grandes cantidades de ropa innecesarias.
Esto también ayuda a la creación de microtendencias, pues si hasta el siglo pasado una tendencia de ropa podía durar un par de años o incluso décadas, ahora apenas dura unas pocas semanas, lo que le permite a la industria sacar muchas más colecciones. Si nos adentramos más en ello, vemos que el ciclo inicial de una tendencia constaba de 5 etapas (introducción, ascenso, conclusión, declive y obsolescencia). Pero ahora con la exposición constante de celebridades, influencers y redes sociales masivas en las que podemos ver a extraños o amigos desde cualquier parte del mundo, todos ellos usando la misma prenda o variantes similares, nos da la sensación de que una tendencia está sobresaturada, lo que hace que las 3 primeras etapas se junten en una sola y la tendencia muera en apenas 3 meses. Si a esto se le suma el estigma de repetir la ropa o usar lo que “está pasado de moda”, queda clara la constante “necesidad” de cambiar de armario.
De hecho, el consumidor promedio compró un 60 por ciento más de ropa en 2014 que en 2000, pero mantuvo cada prenda durante la mitad de tiempo, y el tiempo de vida de una prenda solo ronda entre las 7 y 10 veces. Como se observa, la costumbre de usar y tirar se acentúa cada vez más, según la Fundación McArthur, cada segundo tiramos en vertederos el equivalente a un camión lleno de ropa. Lo principal que debemos realizar es conservar y comprar menos ropa.
"Tenemos que dejar de comprar compulsivamente y abandonar el modelo de ropa de usar y tirar. Si conservas tu ropa uno o dos años estarás reduciendo tus emisiones de CO2 en un 24%"
Otra alternativa viable es comprar de segunda mano, pues extiende el tiempo de vida de prendas que ya existen, además de ser mucho más baratas que una completamente nueva. Y aunque aún conserva cierto estigma alrededor, cada vez se hace más popular gracias a la creciente concientización sobre los problemas de esta industria. Así, podemos encontrar muchas tiendas de segunda mano y “closet sale” en plataformas como Instagram, lo que hace que estén al alcance de todos.
Como consumidores, nos toca un rol complejo que es en realidad un gran desafío, pues para lograr un cambio es evidente que no podemos confiarnos en las compañías y hasta cierto punto, tampoco en los gobiernos. Sino, que en nuestras manos, mediante nuestras acciones juntas, se encuentra el poder para mejorar la situación actual, por el bien de las personas que sufren gracias a este negocio, y por el nuestro propio en aras de defender el planeta en el que vivimos. Pues, finalmente, todo negocio responde a los comportamientos de sus clientes.
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