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Edición especial: La justicia para las mujeres rurales es letra muerta:

  • Muro Llano
  • 29 mar 2021
  • 18 Min. de lectura

Actualizado: 6 abr 2021

Deficiencias en la implementación del protocolo frente a la violencia contra la mujer de zonas rurales andinas en el Perú



Cinthya Valeria Pinchi Morey, estudiante de V ciclo de Ciencia Política y Gobierno de la Pontificia Universidad Católica del Perú



En el Perú, un 59.6% de mujeres de zonas rurales han sufrido violencia física, alguna vez en la vida, por parte del esposo o compañero bajo los efectos del licor y/o drogas, comparado con un 48.0% en las zonas urbanas (INEI 2017, p. 97). Es así que la mujer de zonas rurales es vulnerada en muchos aspectos de su vida, desde el acceso a derechos civiles básicos hasta la violencia por su condición de género y etnicidad. Asimismo, esta intersección de dimensiones genera una doble vulnerabilidad hacia este grupo social, por lo que la violencia física, psicológica o sexual es mucho más compleja y difícil de abordar que en las zonas urbanas.


En el país, el problema de la violencia contra la mujer entró a la agenda pública a finales del siglo XX. Desde entonces, se han desarrollado protocolos de respuesta a las denuncias, también rutas establecidas de instituciones y actores involucrados. Sin embargo, a partir de una revisión previa de literatura, como leyes, decretos y estudios de casos, es de particular interés y preocupación que ninguno de los diseños de estas políticas ha considerado la vulnerabilidad particular de las mujeres de zonas rurales del país, específicamente andinas.


En las zonas rurales andinas del país, los jueces de paz no letrados son los burócratas de la calle que tienen mayor contacto con los casos de violencia y son los encargados de hacer cumplir el protocolo. Estos funcionarios poseen una inherente discrecionalidad que les permite adaptar y re-plantear la política. Es por ello que, si bien se ha elaborado un sistema de atención de denuncias, es importante identificar las dinámicas del proceso de implementación en este último nivel de aplicación, donde influyen las decisiones privadas de los burócratas.

La importancia de esta investigación radica en que, en las zonas rurales andinas del Perú, existen serios problemas de acceso a la justicia, sobre todo para mujeres. Ante ello deben identificarse las deficiencias de la respuesta estatal a los casos de violencia para rediseñar las políticas públicas. Por otro lado, la investigación contribuye a profundizar en los estudios de la política pública en el país, en particular en las zonas rurales andinas. Además, si bien existen diversos análisis sobre la implementación del protocolo frente a la violencia contra la mujer, muchos de ellos utilizan un enfoque top-down, centrándose en las esferas más altas de poder, pero no se ha desarrollado suficiente bibliografía que emplee el enfoque bottom-up para abordar este tema. Por ello, el presente estudio busca cubrir esos vacíos de información empleando un enfoque bottom-up, que se acerca al origen del problema y permite una mejor comprensión de las deficiencias en la implementación.


Por tal motivo, el presente ensayo tiene el objetivo principal de analizar cómo la discrecionalidad burocrática del Juzgado de Paz no letrado ha influido en una implementación limitada del protocolo frente a la violencia contra la mujer en las zonas rurales andinas del país desde el año 2002 hasta el 2015. Se plantea como hipótesis que la influencia ha sido negativa debido a dos factores: culturales y problemas de recursos (materiales, logísticos, económicos, etc.) de los jueces de paz. Para lograr el objetivo del trabajo, este se ha estructurado de la siguiente manera: primero, se plantea un marco teórico sobre los términos a utilizar y explicaciones necesarias: enfoques de análisis top-down y bottom-up, discrecionalidad y burócratas de la calle. Segundo, se presenta el protocolo frente a la violencia contra la mujer y el papel del Juzgado de Paz en las zonas rurales andinas. Finalmente, se exponen los factores, culturales y problemas de recursos, para sustentar la hipótesis.


Por último, es relevante establecer algunas aclaraciones previas sobre el planteamiento de la investigación. En primer lugar, en el trabajo se considera como mujeres rurales, según la definición del Observatorio Nacional de la Violencia Contra las Mujeres y los Integrantes del Grupo Familiar (2019), a aquellas campesinas e indígenas del país que viven en el campo, donde las principales actividades son la agricultura y la ganadería. En segundo lugar, debido a las deficiencias del protocolo, en el año 2015 se plantearon estrategias para enfrentar la violencia en zonas rurales; pero esto no será abordado en el trabajo porque excede el periodo de estudio planteado de acuerdo a la disponibilidad de fuentes bibliográficas encontradas. En tercer lugar, una limitación considerable fue el acceso a datos y testimonios de la implementación en comunidades andinas específicas, por lo que, debido a la naturaleza del ensayo y de acuerdo a la literatura consultada, se abordarán los casos de zonas rurales andinas. Esto no implica una generalización de todas las zonas, ya que se reconoce que pueden existir comunidades en las cuales la implementación se dio de forma diferente, lo cual se reserva para investigaciones más amplias.


Para empezar, la etapa de implementación es la última en el proceso de la política pública. Esto ha sido debatido por muchos expertos, ya que antes era entendida como la gestión de las políticas y que un óptimo diseño supone una implementación exitosa. Sin embargo, en la práctica se observa que esto no es así, pues a pesar de un buen diseño, las políticas públicas pueden fallar en su aplicación. Es por ello que existen diversos enfoques para conocer cómo desarrollar una implementación eficaz. Entre los más resaltantes, por un lado, está el mapeo hacia adelante, “forward mapping” o “top-down approach”, que implica que los formuladores de políticas públicas (policy-makers) controlan los procesos organizativos, políticos y tecnológicos que afectan la implementación (Elmore 2014, p. 603). Este enfoque considera a la implementación como una etapa que depende de las esferas más altas de poder; no obstante, sobre ello surgen algunas imprecisiones: primero, no es posible controlar las acciones de todos los funcionarios en el proceso de aplicación de la política; y, segundo, la política pública responde a su relación con la misma sociedad y al contexto de aplicación, y no solo a la jerarquía burocrática. Es por ello que el mapeo hacia adelante tiende a forzar una aplicación de la política que no responde a la relación con la sociedad y al contexto.


En este sentido, Elmore (2014) plantea el enfoque de mapeo retrospectivo, “backward mapping” o “bottom-up approach”, que sostiene que la fase de implementación comienza, más bien, en el último nivel posible. Este enfoque, en lugar de centrar el poder absoluto en una élite burocrática, como plantea el enfoque top-down, lo primordial es contar con servidores de la calle con conocimientos y habilidades que respondan eficazmente a los inconvenientes que pueden surgir en la implementación. Así, el mapeo hacia adelante es pertinente para el planteamiento de reformas modernizadoras del Estado, ya que requiere una mirada desde arriba. En cambio, el mapeo retrospectivo tiene mucho más impacto en casos de políticas públicas que buscan responder a problemas sociales, como la violencia a la mujer, y sobre todo en zonas rurales, donde la vulnerabilidad de la mujer es mucho más severa y constante.


Al respecto, el estudio de la etapa de implementación bajo el enfoque bottom-up hace particular énfasis en los burócratas de la calle, quienes, según Hupe y Buffat (2014), trabajan para la entidad estatal en contacto directo con los ciudadanos beneficiarios de las políticas públicas (p. 550). Así, al estar frente al origen del problema, por implicancia, estos burócratas tienen una inherente discreción, que les permite manejar las situaciones complejas que surgen, y cumplen el rol de co-creadores de las políticas públicas en la implementación (Hupe y Buffat 2014, p. 551; Brodkin 2008). Esto genera que muchas veces desafíen las decisiones de los mismos formuladores de la política, pues la realidad es diferente a la que fue pensada en el proceso de diseño. De esta manera, la implementación empieza a ser entendida como el resultado de decisiones privadas de los burócratas más que como un reflejo exacto de lo que las políticas o normas establecen. En efecto, la discrecionalidad que tienen los burócratas en la toma de decisiones está determinada por sus propios intereses, convicciones, necesidades de los ciudadanos beneficiarios de la política, etc. (Wilson 1989, como se citó en Araya 2016, p. 281). Este punto es de particular interés en el estudio sobre el Juzgado de Paz porque permite explicar las decisiones y dinámicas de estos funcionarios en la implementación del protocolo frente a la violencia contra la mujer en el contexto rural.


Considerando el marco teórico de las políticas públicas es posible identificar estos elementos y analizarlos en el caso concreto de la respuesta estatal a la violencia de género. La problemática de la violencia contra la mujer en el Perú fue planteada en la agenda política, por primera vez, con la Ley de Protección frente a la Violencia Familiar (Ley N° 26260, 1993). Esta ley fue el punto de partida para la creación del Sistema de respuesta a los casos de agresión contra la mujer. Para fines del análisis, es importante mencionar que, en un inicio, la ley planteaba mecanismos de reconciliación para abordar los casos de violencia, pero en el 2003 la Ley N° 27982 eliminó esta indicación.


Sin embargo, a pesar de las múltiples modificaciones de la ley y los planes de descentralización nacional, el sistema frente a la violencia contra la mujer “está diseñado para su aplicación en un ámbito urbano, pues desconoce las características culturales del mundo rural” (Balbuena 2006, p. 73). Esta grave problemática estatal urge la búsqueda de soluciones. Al respecto, el estudio del caso colombiano de Timarán (2019) demuestra que el enfoque bottom-up permite maximizar el potencial de las políticas que se implementan porque permite comprender la participación activa de actores que han sido excluidos históricamente de la política (p. 27). Esto es en contraposición al enfoque top-down, que plantea la política pública bajo la decisión de élites burocráticas sin considerar los factores geográficos, sociales, culturales y políticos del contexto en que se aplica, como las zonas rurales. Este enfoque ha predominado en la formulación de las políticas públicas a lo largo de los años y ha apartado de la toma de decisiones a los actores que viven el problema, quienes deberían ser agentes activos del diseño de las normativas.


En ese sentido, es de gran relevancia prestar atención a la dinámica de implementación en la instancia distrital en las zonas rurales, que es el último nivel posible en la estructura nacional, donde los jueces de Paz no letrados son los encargados de aplicar el protocolo (Crisóstomo 2016; Benavides et al. 2015). Los jueces de paz no letrados son burócratas asalariados elegidos ad honorem, por lo que son los más respetados de la comunidad (Loli 1998, como se citó en Balbuena 2004, p. 49); estos funcionarios son “en su mayoría campesinos, comerciantes, maestros, gente oriunda de la zona o que han residido muchos años en dicho lugar” (Balbuena 2006, p. 50). Según el protocolo frente a la violencia contra la mujer, los jueces de paz no letrados se encargan de recepcionar las denuncias, hacer las investigaciones correspondientes y derivar los casos a instancias superiores (Ley N° 26260). Sin embargo, en la práctica, estos funcionarios implementan el protocolo nacional bajo sus propias decisiones según las condiciones que enfrentan y no necesariamente en cumplimiento con la normativa establecida. En efecto, el juez de paz no letrado, al estar más próximo al origen del problema, tiene mayor discrecionalidad para responder a la complejidad de la violencia contra la mujer en las zonas rurales.


"Sin embargo, a pesar de las múltiples modificaciones de la ley y los planes de descentralización nacional, el sistema frente a la violencia contra la mujer 'está diseñado para su aplicación en un ámbito urbano, pues desconoce las características culturales del mundo rural'".

Considerando lo planteado, el presente trabajo sostiene que la discrecionalidad burocrática del Juzgado de Paz no letrado ha influido de manera negativa en la implementación del protocolo frente a la violencia contra la mujer en las zonas rurales andinas del país desde 2002 hasta el 2015. Esto se debe a dos factores principales que se abordarán a continuación.


En primer lugar, los jueces de paz, haciendo uso de la discrecionalidad, no cumplen con la ruta y procedimientos establecidos del protocolo en las zonas rurales andinas porque la toma de decisiones y acciones de implementación se rigen por prácticas y normas culturales generadas a nivel comunal. Por un lado, los jueces de paz optan por buscar la conciliación entre la víctima y el agresor en lugar de seguir los criterios planteados en el protocolo, a pesar de que se eliminó la conciliación como mecanismo (Ley N° 27982, 2003). Esta tendencia se debe a que existe una idea de respeto a la comunidad y de cohesión entre los miembros. Así, por ejemplo, si una mujer denuncia un caso de violencia por parte de su pareja está desprestigiando a la comunidad (Crisóstomo 2016, p. 18), ya que, son circunstancias que pueden dividir y generar conflicto entre los miembros.


De manera similar, en las zonas rurales andinas, la forma en que los jueces de paz implementan el protocolo deja en evidencia esa tendencia a buscar la reconciliación para mantener la unión. A continuación, se presentarán casos que demuestran esta dinámica de revictimización que vulnera a las denunciantes. Por ejemplo, la investigación de Crisóstomo (2016), realizada en la comunidad de Anchonga, región de Huancavelica, muestra que los jueces de paz elaboran informes de conciliación entre la víctima y el agresor, haciendo firmar compromisos, pero que el agresor muchas veces no cumple (p. 21). Así también, Benavides et al. (2015) presentan el estudio realizado en una comunidad altoandina de Cusco, que revela que el mismo juez de paz desincentiva la separación de las parejas para preservar a la familia como célula principal de la sociedad (p. 42). Este patrón de buscar, a la fuerza, la reconciliación y la convivencia con el agresor también se evidencia en las mismas víctimas. Por ejemplo, el mismo estudio de Crisóstomo (2016) en Anchonga e Iguaín, en la región Ayacucho, evidencia que muchas víctimas piden a los funcionarios que sus denuncias no sean derivadas a instancias superiores, sino que sean solucionadas bajo conciliaciones arbitradas por el Juzgado de Paz (p. 20). Balbuena (2006) expresa esa dinámica como una lógica de la comunidad basada en la reconciliación a través del perdón y el diálogo (p. 65). Sin embargo, no solo se está infringiendo la norma, sino que somete a las víctimas de violencia a tener que perdonar a sus agresores, con el fin de evitar “conflictos” en la comunidad. De este modo se puede observar que, a pesar que dicha discrecionalidad brinda flexibilidad a los burócratas, también afecta negativamente a la implementación del protocolo porque transgrede la seguridad de las mujeres que sufren violencia y perpetúa los ciclos de agresión, pues las víctimas tienen que volver a sus hogares con sus agresores.


Por otro lado, dado que uno de los criterios de elección de los jueces de paz es el tiempo de residencia en la comunidad, se evidencia que estos burócratas se ven influenciados por visiones muy conservadoras y tradicionales al momento de abordar los casos de violencia. Al respecto, el estudio de Balbuena (2004), describe que en la comunidad de Julcamarca, en la región Huancavelica, los jueces de paz tienen entre 10 y 20 años de residencia en la comunidad, y los de Cangallo, en la región de Ayacucho, sobrepasan los 20 años (p. 63); esto demuestra que existe una fuerte tendencia a interiorizar y reproducir los imaginarios machistas del rol de la mujer construidos a nivel comunal, como alguien dedicada, obediente, que cumpla con la labor doméstica, etc. (Balbuena 2016, p. 64). De forma similar, en comunidades rurales altoandinas en Cusco, hay una marcada división de roles de género, asociando a la mujer al ámbito doméstico y sumisa al poder del esposo, lo cual también es asumido por las autoridades de la comunidad (Benavides et al. 2015, p. 35). Es así que los jueces de paz, al tener naturalizadas estas nociones que sitúan a la mujer en una posición inferior al esposo, tienden a tomar decisiones sesgadas ante las denuncias de violencia.


En ese sentido, estas ideas construidas sobre los roles de género ocasionan que se minimicen los actos de violencia que las mujeres rurales andinas viven y que, incluso, se reproduzcan discursos que representan a la mujer como merecedora de la agresión. Esta comprensión repercute en el tratamiento adecuado de la problemática, como se evidencia en los siguientes casos. Por ejemplo, en las zonas rurales andinas de Anchonga e Iguaín, predomina la idea que las mujeres merecen ser castigadas o violentadas por no atender bien al esposo (Crisóstomo 2016, p. 22). De este modo, se puede observar que los jueces de paz, quienes son la representación de la justicia estatal más próxima a los casos de violencia, actúan influenciados por las nociones tradicionales y generan espacios que vulneran la seguridad de las víctimas, como también se muestra en la investigación de Crisósotomo (2016), que revela que hay casos en que se desestiman las denuncias, se favorecen a los agresores, las sanciones impuestas no se cumplen o se considera como “letra muerta”, las víctimas son avergonzadas por los funcionarios y, en efecto, se inhiben de denunciar (p. 18, 39). Estos valores machistas construyen la idea que la violencia contra la mujer es justificada porque no cumple su rol como esposa o pareja, lo cual influencia en la decisión de las mujeres rurales de exponer los casos de violencia, ya que solo un 26% de mujeres rurales busca ayuda en instituciones estatales, comparado a un 30% en las zonas urbanas (INEI 2017). De esta manera, la mujer de las zonas rurales andinas no solo tiene que pasar por un proceso difícil al ser violentada y al cargar con la presión que su comunidad la juzgue por el desprestigio que produce su denuncia, sino que también debe afrontar procesos burocráticos ineficientes, lo que causa que se decepcione de la respuesta estatal.


Asimismo, la deficiente implementación del protocolo por parte de los jueces de paz se ve reflejada en el sentir de las mujeres víctimas, pues señalan que los jueces de paz no protegen sus derechos frente a la violencia porque son machistas, ya que entre varones se apoyan y la cohesión comunitaria prevalece por sobre la seguridad de la mujer víctima de agresión (Balbuena 2006, p. 109). De esta manera, las ideas conservadoras y de desigualdad de género no permiten un abordaje adecuado de los casos de violencia. Por el contrario, generan que el juez de paz aplique el protocolo bajo sus propias convicciones y creencias, poniendo en situación de vulnerabilidad a las mujeres víctimas.


En segundo lugar, dada la discrecionalidad de los burócratas, los jueces de paz implementan el protocolo de acuerdo a la realidad logística que tienen para la implementación en las zonas rurales andinas. Sin embargo, en el contexto de aplicación de la política surge lo que Hupe y Buffat (2014) denomina “brecha de implementación”, que expresa el encuentro complejo de, por un lado, exigencias ilimitadas de la política pública y, por el otro lado, una burocracia con recursos inadecuados o insuficientes para responder a las demandas del servicio (Hupe y Buffat 2014, p. 555).


Así, en el protocolo frente a la violencia contra la mujer surgen brechas de implementación generadas por la presión entre las metas del protocolo, como responder a las denuncias, hacer seguimiento a las víctimas, derivar los casos, etc. y los recursos reales que se brindan a los jueces de paz. Por ejemplo, la norma señala que se debe “notificar” (al agresor, víctima, etc.) (Ley N° 26260); pero no se establecen procedimientos o los actores, ni se tienen los insumos necesarios para hacerlo. Según Crisóstomo (2016), este servicio de notificación en las zonas urbanas ha sido gestionado por el Poder Judicial, pero en las zonas rurales esta labor recae sobre los jueces de paz no letrado, los burócratas asalariados y con menor capacidad (p. 41). No obstante, como en el caso de los jueces de paz de Anchonga, tienen que cumplir con este servicio asumiendo, ellos mismos, los gastos financieros de las fotocopias y los viajes hasta los hogares para entregar las notificaciones correspondientes (Crisóstomo 2016, p. 41). Según el protocolo formal, las autoridades deben notificar dentro de cinco días hábiles (Crisóstomo 2016, p. 42), pero en la práctica no se cumple porque, dado que los jueces de paz se encargan de todo este proceso por su cuenta y deben cubrir las notificaciones de todas las denuncias recibidas, la respuesta a los casos de violencia puede demorar más tiempo de lo que la ley estipula. De este modo, la brecha entre lo que requiere el protocolo y las mismas víctimas, y lo que pueden ofrecer los jueces de paz crea una fricción compleja en la implementación, que, en conjunto con las situaciones de vulnerabilidad descritas anteriormente, generan espacios inseguros y procesos burocráticos largos para las víctimas.


En efecto, la brecha de implementación del protocolo en las zonas rurales andinas es evidencia de una formulación de la política pública desde la visión limitada de la élite burocrática ya que, como se mencionó anteriormente, las medidas no se diseñan considerando la variabilidad de los contextos rurales y el impacto de un proceso de implementación inadecuado. En concreto, Calderón de la Madrid (2017) señala que esto se puede explicar por el hecho que en el país no existe mayor información y consciencia de la realidad subnacional. Eso se refleja en el hecho que, por un lado, no se destina el financiamiento pertinente para cubrir los procesos del protocolo, como la recepción de las denuncias, el envío de las notificaciones, el seguimiento de las víctimas y las sanciones, etc.; y, por otro lado, tampoco hay intentos eficaces de capacitar a los jueces de paz para atender las denuncias, porque como se abordó previamente, tienen actitudes machistas en el tratamiento del problema. De este modo, se puede observar que los policy-makers no brindan la relevancia necesaria a la última fase de la política pública, cuando en realidad este es el primer encuentro entre el Estado y la población y debería planificarse con mayor detalle, pues el impacto de una mala o buena implementación puede definir la percepción que tienen los ciudadanos de las instituciones estatales. Es así que la brecha de implementación genera una mala y limitada aplicación del protocolo, lo que aumenta la desconfianza entre las víctimas mujeres rurales andinas y el Estado, que históricamente ha sido un actor ausente y que no ha respondido adecuadamente a las demandas de este grupo social.


Por otro lado, esta situación demuestra que los burócratas de la calle no son actores pasivos ante las situaciones de las brechas de implementación, como puede plantear el enfoque top-down. Por el contrario, estos son agentes activos que son capaces de resistir y buscar soluciones ante los problemas de recursos (Hupe y Buffat 2014, p. 559). Es por ello que en el proceso son capaces de rediseñar el protocolo según las circunstancias. Esta búsqueda de soluciones, por efecto de la misma discrecionalidad que poseen, implica lo que Hupe y Buffat (2014) plantean como “estrategias de afrontamiento” o “coping” (p. 551) para lidiar con las brechas de implementación. De esta forma, los jueces de paz pueden optar por priorizar los casos de violencia para lograr con las metas mínimas del protocolo, categorizar los casos por urgencia o dando atención a denuncias que pueden ser fáciles de abordar. En este caso, si bien la discrecionalidad permite a los jueces de paz responder al contexto complicado en las zonas rurales, también genera que no respondan adecuadamente a los casos de violencia. Por tanto, se observa que la discrecionalidad, y las estrategias de coping, en lugar de ser usadas para aumentar la eficiencia en la respuesta a las denuncias y así ayudar a las víctimas, son empleadas para facilitar el trabajo de los jueces de paz, poniendo en segundo plano la agresión de las mujeres andinas.


En síntesis, la discrecionalidad burocrática de los jueces de paz influye de forma negativa en la implementación del protocolo frente a la violencia contra la mujer de zonas rurales andinas desde el año 2002 y 2015 en el Perú. Esto se debe a que, por un lado, las construcciones conservadoras y machistas influyen en la discrecionalidad del juez de paz no letrado en la etapa de implementación del protocolo, por lo que existe tensión entre el derecho formal, lo que establece la norma, y el derecho consuetudinario, que se forma y ejerce en la misma práctica cultural comunal. Por otro lado, las brechas de implementación limitan las acciones del juez de paz y por tanto, utilizando la discrecionalidad que posee y las estrategias de coping, no aplica adecuadamente el protocolo perjudicando a las víctimas de violencia.


Asimismo, luego del análisis se pudo llegar a las siguientes conclusiones relevantes. En primer lugar, se pudo identificar que el enfoque bottom-up es de gran utilidad para plantear el protocolo frente a la violencia contra la mujer en las zonas rurales porque implica estudiar a profundidad a los burócratas de la calle, como los jueces de paz no letrado, ya que, son los actores más próximos al origen del problema y pueden brindar una retroalimentación pertinente. En segundo lugar, con respecto a la dinámica comunal, los jueces de paz siguen el objetivo preeminente de mantener la cohesión como comunidad, aun por encima de la seguridad de las víctimas de violencia. En tercer lugar, la mala implementación del protocolo produce procesos burocráticos largos e ineficientes, lo que perpetúa la noción del Estado como un actor distante y con falta de compromiso con el contexto de las zonas rurales andinas. Finalmente, si bien se llega a implementar las medidas frente a la violencia contra la mujer, aunque de manera deficiente, el problema radica en que no se toma en cuenta el impacto de la implementación limitada y, por tanto, no se prevé alternativas de solución en el proceso. Por este motivo, es conveniente que se tome en cuenta el enfoque bottom-up para el planteamiento de la política pública frente a la violencia contra la mujer, en particular en zonas rurales andinas, porque permite acercarse a la fuente del conflicto y conocer las necesidades reales. A partir de ello, se puede formular un protocolo adaptado a los contextos de implementación y formar a burócratas de la calle con capacidades de respuesta a las exigencias de la población. Por último, también se debería prestar atención al aspecto cultural y la dinámica comunal para la formulación de la política, considerando su influencia en la discrecionalidad de los burócratas.



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